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Cuando se recibió, anduvo por Europa de viaje con
otros compañeros y vivió un tiempo en Ceppaloni,
Benevento, cerca de Nápoles, donde estaban sus
mayores, a quienes habrá escuchado atentamente.
Y caminó, y escuchó, y vio y dibujó. Y sus dibujos los
vio también Franz Van Riel, un galerista de arte de
Buenos Aires, que le preparó una exposición para
cuando regresase.
En este momento se ponen en paralelo las accio-
nes del protagonista, Clorindo, y de quien esto escri-
be, yo, Manuel Ignacio. Sería más o menos el año
1952. Había ido a la Facultad de Arquitectura y ha-
bía sufrido algunos tropiezos de tipo personal con un
Profesor
“de cuyo nombre no quiero ni acordarme”
que
me hizo abandonar con solo algunas pocas materias
aprobadas. Mientras trabajaba de dibujante en una
empresa constructora, vagabundeaba por las gale-
rías de exposición y allí me interese por los cuadros
que hacía un tal Clorindo Testa
(de quien ignoraba su
existencia),
en realidad dibujos coloreados, geométri-
cos, que más tarde definirían su época de bicicletas
y grúas. Para no perder el tiempo, también despun-
té mis ganas de dibujar, en la Asociación Estímulo
de Bellas Artes, en Córdoba y Maipú. Y entre tan-
to, llegó el final de la época peronista y la apertura
de una nueva etapa en la Facultad, con los cambios
que produce la “revolución libertadora”. Hasta aquí,
solo conocía a Testa pintor, y cuando me enteré que
era arquitecto, y que iba a tener un taller en la Fa-
NOTA
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